Recuerdo una
vez, en que subí a un gran árbol de mango centenario que estaba en la cima de
una colina... quería llegar hasta lo más alto. El árbol tenía (tiene) unos cuatro o cinco pisos de altura, con tres ramas
frondosas que salían del tronco. Recuerdo que era, más o menos, medio día, y que las ramas eran tan
grandes e incómodas que no podía escalar más de 6 o 7 metros . Al mirar hacia
arriba, entre las ramas, se sentía como una fortaleza (inalcanzable)… y
recuerdo, como los mangos maduros caían entre las ramas como balas de cañón, lo
que me impulsaba a querer subir más y más.
Recuerdo que, cuando estaba agotado por intentar subir más allá de mis límites, llegaron algunas vacas a comer los mangos del suelo, y a recostarse bajo la gran sombra. Y yo, me reía, porque les hacía ruidos y podía ver sus orejas buscando de dónde provenía. Fue ahí, cuando me dí vuelta de espalda a la rama más horizontal (la que intentaba escalar), cuando pude ver entre las hojas el horizonte (Sur), y ahí estaba: el mar azul, a unos kilómetros, pero visible.
Ya que estaba solo, esperando a mi papá que estaba revisando una alambrada, me recosté entre las ramas; recuerdo el sonido del viento entre las hojas secas, el carpintero (ave) que picaba un tronco. Pero, lo que más recuerdo es que, al margen de todos esos sonidos: había silencio. No había ninguna persona cerca, y no había ningún ruido (citadino) que alterara ese momento. Viendo en retrospectiva, fue ahí cuando comprendí el por qué un monje hace un voto de silencio; el por qué una persona se aísla del mundo (sociedad), y por qué un ermitaño alcanza a comprender el mundo de forma distinta: Cada palabra, altera un cierto orden natural. Y, sea o no destino, un solo sonido (gesto), puede alterar: toda una vida.
Tenemos dos oídos, para escuchar a nuestro alrededor; dos ojos, para apreciar la distancia de las cosas; y, una sola boca: para interrumpir el orden natural de las cosas, solo en la medida de lo necesario. Incluso, en el silencio: aprendemos. Ese día, aprendí que no hay que escalar todo el árbol para ver el horizonte. Bueno, y que es más difícil bajarse de un gran árbol que subirse. Al final, con el paso de los años, he aprendido a apreciar el silencio (momentos) como uno de los grandes placeres de la vida… quizás, aquel día, me volví un ermitaño.
Recuerdo que, cuando estaba agotado por intentar subir más allá de mis límites, llegaron algunas vacas a comer los mangos del suelo, y a recostarse bajo la gran sombra. Y yo, me reía, porque les hacía ruidos y podía ver sus orejas buscando de dónde provenía. Fue ahí, cuando me dí vuelta de espalda a la rama más horizontal (la que intentaba escalar), cuando pude ver entre las hojas el horizonte (Sur), y ahí estaba: el mar azul, a unos kilómetros, pero visible.
Ya que estaba solo, esperando a mi papá que estaba revisando una alambrada, me recosté entre las ramas; recuerdo el sonido del viento entre las hojas secas, el carpintero (ave) que picaba un tronco. Pero, lo que más recuerdo es que, al margen de todos esos sonidos: había silencio. No había ninguna persona cerca, y no había ningún ruido (citadino) que alterara ese momento. Viendo en retrospectiva, fue ahí cuando comprendí el por qué un monje hace un voto de silencio; el por qué una persona se aísla del mundo (sociedad), y por qué un ermitaño alcanza a comprender el mundo de forma distinta: Cada palabra, altera un cierto orden natural. Y, sea o no destino, un solo sonido (gesto), puede alterar: toda una vida.
Tenemos dos oídos, para escuchar a nuestro alrededor; dos ojos, para apreciar la distancia de las cosas; y, una sola boca: para interrumpir el orden natural de las cosas, solo en la medida de lo necesario. Incluso, en el silencio: aprendemos. Ese día, aprendí que no hay que escalar todo el árbol para ver el horizonte. Bueno, y que es más difícil bajarse de un gran árbol que subirse. Al final, con el paso de los años, he aprendido a apreciar el silencio (momentos) como uno de los grandes placeres de la vida… quizás, aquel día, me volví un ermitaño.