Mi primera
sobrina nació, cuando yo tenía once (11) años, a principio de un noviembre. Ya
tenía la experiencia de primos (llevar coches, jugar); pero, lo primero que
recuerdo era lo llorona que era esa cosita chiquita y gordita (mas, por el ruido
de los fuegos artificiales…) Nota: recuerde que yo era como un Rambo, pero
chiquito… lleno de fuegos “artificiales” y artilugios bélicos de patio (más peligrosos que el diantre), en
una época en donde no existían restricciones de ningún tipo; y, lo cierto es
que cada navidad: gastaba una pequeña fortuna en “armamento” navideño (fuegos artificiales de todo tipo).
Hablamos de dos décadas y media atrás, donde
la única preocupación era no salir “rostizado”… porque quemado, era casi
seguro. En fin, cuando mi sobrina primogénita cumplió su mes de edad, le tocó
vivir una de mis mejores navidades: llena de fuegos artificiales “carabelitas”
(hechos sin controles “oficiales”, por artesanos criollos). Ahora que lo
pienso, era estúpidamente peligroso jugar con algo que podía matarte o
arrancarte un dedo; pero, en vez de prohibirnos y esconder todo: se nos
enseñaba a ser cuidadosos. Volviendo a “llorima” (por llorona), para esos días
mi hermana (tercera de mayor a menor) se pasaba el día en casa, tomando los
consejos de mi mamá. Y a mí, me había tomado con la manía de enterrar los
“buscapiés” bajo la arena del frente: toda una obra de arte de demolición… quizás,
por eso pensaban que sería ingeniero. Aunque perdí algunos G.I. Joe (traían
goma a mitad del cuerpo y se partían a la mitad) La cuestión es que, esa navidad,
por primera vez, se me pidió alejarme de la casa para no hacer ruido (por mi sobrina: la llorona). Suerte que su mamá consiguió unas
orejeras… o seguiría llorando.
Un par de años
después llegó mi segunda sobrina, hermana de la primogénita y ya para navidad ella
tenía unos once meses de vida, a ella le encantaba ver las luces de colores…
hasta que algo: explotaba. En ese caso se ponía roja y lloraba como por 10
minutos hasta que se le buscaba un biberón de leche (lo único que la calmaba).
Para esa época, yo disfrutaba más sacando la pólvora de los fuegos artificiales que estaban “fallidos”, que haciéndolos explotar. La moda era escribir en la calle con pólvora y
usar “garbancitos” para pequeñas marcas en las paredes (blancas) o el techo de
las casas… y, claro, algunas quemaduras “físicas”
(la ropa nueva, quedaba como colador).
Así pasaron unos seis años, y nació mi primer sobrino varón, en un febrero; hijo de mi hermana
menor. Y, dos meses después, mi otro sobrino varón, hermano de las dos mayores;
por lo que, para navidad, ya tenía con quién jugar a los fuegos artificiales
(eso, pensaba yo… eran más miedosos que las hembras y se les brotaban los ojos
como chihuahuas). Aunque, la verdad, no contaba con que mis cuñados los
cuidaran tanto. Recuerdo el trauma de ver a mis sobrinos jugando con “patas de
gallina”, en una época en la que yo ya había construido mi bazuka de “varillas”
(cohetitos pequeños que alcanzaban una distancia de 15-25 metros antes de
explotar y dejar un zumbido en los oídos). En fin, con el paso del tiempo, todo
lo que escuchaba era: “no compres de esos
fuegos artificiales, que son peligrosos para los niños; aquellos de lucecitas son mejores” (no queman). Y yo, solo me preguntaba: dónde quedó la
diversión. En esa época mi hermana menor solo me decía: “Recuerda que es mi único hijo”…
su mayor logro, fue encender un par de cohetes pequeños en una botella (pero
nunca se quemó, gracias a Dios y a su tío). Disfrutó tanto que desde esa época
mi cuñado les compraba algunos (hasta que los “prohibieron”). Así nació mi
quinta sobrina, su hermanita: la más chiquita y peligrosa del grupo. A ella le
encantaba todo lo que fuera explosión: pero luego de la emoción, lloraba hasta
ponerse como tomate. Sin embargo, tal y como he narrado en múltiples ocasiones,
mis sobrinos (una bendición de Dios) me trajeron alegrías increíbles: con
preguntas, ocurrencias, con juegos y con anécdotas navideñas que hoy son “leyenda”.
Recuerdo la vez que los dos varones, con unos dos años se quedaron encerrados en
Navidad en una habitación y tuve que romper el marco de la puerta para llegar
a ellos (no cedió la cerradura)… no aparecía la llave y estaban llorando como locos. Todo fue un: “aléjense
de la puerta”… nada que un poco de dulces no calmara. Por cierto, tuve que arreglar ese marco con una pieza nueva de
madera, que sigue ahí, al día de hoy bajo la masilla y pintura.
Lo que es un clásico,
de todo esto, es que hoy, mis sobrinas y sobrinos tiene sus respectivas parejas (los varones tienen casi mi tamaño) y cada navidad sale a colación alguna o varias anécdotas familiares de ellos en las que todo el mundo
termina llorando… bueno, de la risa. Y nada, son esos pequeños momentos los que hacen
de la vida algo especial. Por lo que,
solo les deseo una Feliz Navidad y un Próspero año Nuevo; y que, este tiempo sea compartido en
FAMILIA.
P.d. En
Noviembre: compré los regalos, instalé el arbolito y podé (por cierto, sembré las estacas y ya están repollando... eso es para el 2016). Algunos
pendientes de Navidad que decidí tachar de la lista en este año 2015.
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